El saco

Hoy quiero contarles una pequeña anécdota que viví de niño, es respecto al siempre extraño mundo de los adultos y a mi me parece muy chistosa En mi primer año de secundaria todavía me encontraba en una de esas escuelas tradicionales y elegantes. Los lunes había que llevar el «uniforme de gala» para los honores a la bandera. La parte que diferenciaba ese uniforme del de todos los días era un saco con el escudo de la escuela bordado en el pecho. Era la parte más cara y la que menos se usaba, así que mis padres no me la compraron.

Todo estuvo bien los primeros meses, no pasaba de la ocasional llamada de atención de uno que otro profesor. Después de todo no era yo el único que no llevaba el saco los lunes.

Entonces se pusieron mas delicados los directivos y empezaron a regresar a sus casas a todos los que no vestíamos de gala cada lunes. Así que mis papás me llevaban solo para que no me dejaran entrar. Naturalmente que a las pocas semanas dejaron  de molestarse en llevarme los lunes y empecé a disfrutar de fines de semana de tres días. Puede sonar divertido pero había que ponerse al corriente cada semana y hacer tareas atrasadas y todo eso le restaba diversión.

Eventualmente en una junta de padres de familia le preguntaron a mis papás por qué no asistía yo a clase los lunes, a lo que respondieron que yo no tenía el saco. Los profesores y directivos (ok, nunca he estado en una junta de padres de familia, me las imagino como un juicio oral) dijeron que no tenía por qué faltar, que solo con que hubieran hablado de eso me habrían dado permiso de pasar. Efectivamente, esto me libraba de tener que preocuparme del saco.

¿Y qué fue lo que pasó? Que mis padres inmediatamente me compraron el saco. Creo que ya era la mitad del año escolar y al año siguiente me cambiaron de escuela, volviéndolo poco más que un gasto inútil.

Adultos, yo no los entiendo.

Tatuajes

Hay un tema que he seguido con un cierto interés desde hace varios años, sin poder explicar realmente el por qué: el de la modificación corporal (advertencia de contenido gráfico al seguir ese enlace). Lo primero que hay que decir es que tal nombre, si se toma literalmente, es por lo menos ambiguo. Podría englobar la cirugía (y en cierta forma sí lo hace), pero no puedo yo proveer una definición exacta. Hacer la distinción de que la modificación corporal se realiza únicamente por motivos estéticos invariablemente nos llevaría a buscar una distinción con las cirugías estéticas, pues ambas se realizan por motivos que poco o nada tienen que ver con la salud y correcto funcionamiento del cuerpo, como es el caso de muchas otoplastias. Decir que la diferencia está en que la cirugía estética formal como este ejemplo tiene el propósito de dar al cuerpo una apariencia «normal» es perderse en las arenas movedizas de la ambiguedad y la correción política. Podríamos sugerir que se trata de procedimientos que se realizan de forma voluntaria, pero casos como el de la circuncisión infantil nos complicarán la tarea.

Por tal motivo haré la distinción arbitraria de definir la «modificación corporal» como todo lo concerniente a tatuajes, piercings y bifurcación de miembros. Tal definición se queda corta, pero afortunadamente todo este preámbulo no es necesario para centrarme en el tema de los tatuajes.

Aunque existen aplicaciones que realizan cirujanos propiamente dichos, entre las cuales me resulta sorprendente la combinación de tecnología con algo tan antiguo como el tatuaje en casos de tatuajes corneales (advertencia de contenido explícito otra vez) pues son posibles gracias al uso de rayo laser. Aunque el ejemplo que usé en el enlace tiene un propósito puramente estético, es posible realizar un procedimiento similar para tatuar un iris en un ojo que no lo tiene, ya sea por naturaleza congénita u otros motivos (no tengo a la mano un enlace al respecto).

Los tatuajes son algo que existe desde hace muchísimo tiempo, aún no están exentos de controversia en la sociedad. Por un lado, es posible saltar a la fama a causa de ellos mientras que por el otro, a diario se ven vacantes de empleo que claramente excluyen a personas con tatuajes. Para mi, esta diferencia de opiniones tan marcada, todas esas cosas que tienen asociadas, me resultan una curiosidad difícil de comprender.

Los tatuajes han sido usados por pandillas con claras asociaciones al crimen organizado como ¿símbolo? de unidad e identidad. Como demostración de valentía, al tolerar el dolor que implican. Como un siniestro número de serie para humanos. Y también como tributo a familiares o medio de expresión e individualidad. Quizá son estas últimas variedades las que para mi resultan, irónicamente, más ambiguas, sobre todo cuando se habla de los tatuajes como algo «permanente que requiere de gran compromiso» pues evidentemente no perdurará más que la vida de la persona y mi definición de «permanente» es un tanto diferente. Pero no me hagan mucho caso.

Otros puntos de vista son que los que tatuajes ya traicionan las definiciones de no conformidad y rebeldía, o posiciones radicales de que están siempre mal y se ven siempre feos (inserte aquí enlace al desaparecido blog de Prozak). Incluso hay ¿tradiciones? que los asocian a ideas de «impureza» o algún significado mas allá. Recientemente escuchaba una conversación entre compañeros de trabajo acerca de que en el brazo izquierdo va el tatuaje en honor de la madre y en el derecho el del padre (o al revés, tengo mala memoria para esas cosas). No voy a entrar siquiera en la cuestión de quienes se los hacen para «llamar la atención», aunque he escuchado explicaciones curiosas de porque algunos se tatúan su propio nombre.

Yo no creo poder rechazar categóricamente la idea de hacerme un tatuaje, aunque por ahora sinceramente no lo creo. Claro que puedo admirar algunos ejemplos por su calidad, su diseño o incluso su sentido del humor, pero mi actitud al respecto es simplemente demasiado ambigua. A la vez, me resulta curioso todo ese conjunto de ideas a las que están asociados. Para mí no significan nada, sencillamente es algo que unas personas hacen y otras no, y que conlleva cosas y contextos muy diferentes para cada quien. Como la vida misma, pues. Me parece más incomprensible todo el asunto de que ponerle aretes a las bebés sea socialmente aceptable, pero eso ya es tema para otro día.

«She doesn’t know the ‘lament of the nerd’. Every geek that gets into their late twenties looks back at all the girls/women that crossed his path and sees how the good-looking ones were always trying to get something. How many of them had I helped in study groups? They never overlooked the bad acne and eczema that followed me to UCLA. How many tires did I change and computers did I fix, hoping for a number from a grateful coed? How many boxes and pieces of furniture did I carry because a pretty pair of lips asked me?»

– de «Confessions of a D-list supervillian«. No que sea mi caso, pero…

«Y Pese a Todo…» de Juan de Dios Garduño

No es usual encontrarse con novelas que logran resultados tan buenos a partir de tan poco. Solo se me ocurre la saga «Apocalipsis Z» (que fue la que dio origen a la serie Z de esta misma editorial). Por eso y más creo que, de entre los muchos títulos que Editorial Dolmen ha publicado en torno a la temática zombie, este sin duda ocupa un lugar especial.

En un mundo que ha caído a causa de la guerra química, conocemos a Peter y a su hijita Ketty, y Patrick que vive cruzando la calle con su perro. Son los únicos supervivientes de los que se tiene noticia en Bangor, Maine. Y por lo que ellos saben, podrían ser las únicas personas vivas en todo el mundo.

En medio de un invierno nevado, lo más lógico sin duda sería formar una alianza, pero Patrick y Peter compartieron en el pasado una cercana amistad que no terminó bien y ahora no les permite reconciliarse. Esto los conduce a un aislamiento total del mundo, donde incluso su único semejante con vida es considerado hostil, a la vez que proporciona un cierto alivio al saberse, en cierta forma, acompañado en el apocalipsis.

La historia no es muy larga y se lee con auténtico interés por los personajes. Es en realidad un tributo muy grande a las clásicas novelas de terror de Stephen King, no únicamente por el lugar en que se ubica. Hay que mencionar que los seres humanoides con los que Garduño puebla este escenario de pesadilla no son precisamente zombies, pero en definitiva comparten mucho y si te gustan las historias de este tipo no me cabe duda disfrutarás esta novela. Yo no podría pedirle nada más.

Una maravillosa sorpresa que exuda verdadero amor por las novelas de terror y que actualmente se está convirtiendo en película bajo el título «Welcome to Harmony«.

Motocicletas

Si bien tengo un interes por las cosas mecánicas y todo lo que tenga ruedas, nunca me han llamado la atención las motocicletas. Si he de ser sincero no puedo explicar a que se debe esta falta de interés, después de todo disfruto mucho de la conveniencia de las bicicletas y en teoría algo que fuera igual de compacto y práctico pero motorizado parece una gran idea. Incluso he viajado en motocicleta y puedo reconocer que es una experiencia diferente a muchas otras. Quizá lo que podría señalar como su mayor ventaja objetivamente es la gran economía que ofrecen. Por el contrario, entre las desventajas siempre estará el ruido que producen y el hecho (según varias fuentes que leí, no me consta de primera mano) de que por su misma naturaleza, no son máquinas muy durables.

El debate respecto a si son peligrosas o no es algo en lo que no quiero entrar, si acaso puedo comentar que con frecuencia veo a conductores de motocicletas conduciendo de manera muy arriesgada, principalmente rebasando entre carriles o circulando en sentido contrario. Otra cuestión controversial es a la hora de estacionarse. No me crean pero creo recordar que el reglamento de tránsito señala que se trata de un vehículo automotor más y como tal debe ocupar un lugar abajo de la banqueta e incluso su propio cajón en areas de estacionamiento. En la vida real esto me parece un tanto impráctico pues no tengo problema con que se estacionen arriba de la banqueta o en otros espacios disponibles, mientras no estorben. Incluso agradezco que lo hagan porque en más de una ocasión he estado cerca de golpear una al meter reversa en mi coche, pues es muy fácil que una moto pase desapercibida en el retrovisor.

Quizá en otras circunstancias, en otras ciudades, puedan ser realmente un medio de transporte común y conveniente para toda la familia, pero aún no es el momento en este país.

Existe aún otro nivel de controversia que sería la de la «cultura» de las motos y los clubes de motos y la «moda» que conllevan. Es algo que a mi me tiene completamente sin cuidado, ´lo veo como cualquier otro grupo o fenómeno social.

Lo que me hace abordar el tema es una anécdota que poco tiene que ver con todo esto, pero que no ha salido de mi cabeza en varios años. Un compañero de carrera en una ocasión nos platicaba que fue de vacaciones en compañía de unos primos a visitar familiares de otra ciudad. Uno de los familiares tenía una motocicleta de moto cross y en algún momento los lleva a la pista y les presta la moto. Conociendo a mi compañero, resultaba obvio el rumbo que iba a tomar la historia: él se rehusaría a subirse a la moto y se limitaría a contarnos algo chusco que pasó y lo estúpidos que fueron los que si se subieron. Efectivamente, uno de sus primos se rompió un brazo y mi compañero se sentía muy superior por haberse evitado el riesgo.

El motivo por el que esta historia ronda mi cabeza es por lo absurdo que me parece rechazar rotundamente el riesgo y las nuevas experiencias. Tampoco digo que no haya que ser responsable (o que el accidente del primo haya sido inevitable) pero me imagino que, al llegar a la vejez, contar que en tu vida nunca te arriesgaste y nunca te equivocaste no es una historia muy edificante. Quizá nisiquiera sea una historia que valga la pena contar.

Manuel Loureiro – «Apocalipsis Z: la ira de los justos»

He reseñado las tres partes de esta trilogía:
«Apocalipsis Z«
«Apocalipsis Z: los días oscuros«
«Apocalipsis Z: la ira de los justos«

La tercera entrega de la saga era inevitable, considerando el boom de literatura zombie que inició en España la primera novela y el creciente interés del público actual en todo lo que tiene que ver con no muertos.

Llegué con sentimientos encontrados a «La ira de los justos» pues el volumen anterior no me convenció del todo y lo sentí como un producto más del marketing tanto por el cambio de editorial que hizo Loureiro, tanto como por el desenlace que apunta tan descaradamente a una continuación.

Sin embargo me resulta asombroso el rumbo que sigue esta última parte de «Apocalipsis Z». Comenzamos con la noticia de que la Korea comunista ha sobrevivido gracias a la mano dura que ha aplicado su líder, quien gracias al hermetismo en el que mantiene a la población, ha limitado el conocimiento de la catástrofe mundial y ha logrado que el país siga funcionando. La historia principal se retomada inmediatamente donde se quedó la anterior, con Lucía, Pritchenko, Lúculo y el abogado siendo rescatados por un buque petrolero con una tripulación muy preparada para cumplir con su misión: transportar combustible a la que puede ser la última comunidad de los Estados Unidos de América.

Nuestro grupo de sobrevivientes es invitado a unírseles, pero el alivio y la sensación de seguridad no duran mucho pues pronto descubrimos que existe una severa división de clases en esta sociedad. Los koreanos interceptan comunicaciones por radio del petrolero y lanzan una arriesgada misión para apoderarse del petróleo del otro lado del charco.

Así es como nos dirigimos a la República Cristiana de Gulfport, Mississippi, gobernada por el Reverendo Greene y donde se procura que la vida siga tan normalmente como es posible y sin que falten lujos. Al menos así es para las clases privilegiadas, que deben su cómoda existencia a la esclavitud de los ilotas. Nuestros protagonistas, que al principio apenas pueden creer su suerte, no tardan en darse cuenta de los horrores que se viven en esta comunidad pero realmente no hay muchas alternativas: ser cómplice o probar suerte en tierras salvajes fuera de las murallas.

Pero hay algo más siniestro aún: se ha desarrollado lo que parece ser una cura y se le utiliza para el genocidio en nombre del Señor.

A la par de esta trama, seguimos la misión Koreana en su penoso recorrido hacia la República Cristiana, así como a la planeación de una revolución por parte de los ilotas, conjugándose todo en un desenlace lleno de peligro y acción.

A mi me costó trabajo al principio seguir los distintos hilos con los que se va tejiendo la historia, pero al final creo que Loureiro satisface a sus lectores con un desenlace bastante digno donde cada pieza encaja en su lugar. Tenemos a una Lucía que deja de ser la princesa rosa para convertirse en una aguerrida superviviente, al Viktor Pritchenko dispuesto a cualquier sacrificio y a más de un villano con sed de poder.

Si algún defecto puedo señalar es que el comentario social y político no es para nada sutil, pero creo que queda bien compensado con el tratamiento digno de los personajes, que pasan por el infierno mismo con tal de sobrevivir. Hay de verdad momentos escalofriantes y planes macabros.

El final no resulta del todo blanco o negro, es más bien agridulce pero con la medida justa de esperanza en medio del apocalipsis, lo cual fue una agradable sorpresa, al igual que finalmente descubrir un detalle del protagonista que se había mantenido oculto.

No puedo dejar de hacer una reevaluación de esta trilogía pues al momento de terminarla y habiendo leído ya otros famosos libros de zombies, ha cambiado la valoración que le doy, subiendo varios peldaños. Es en verdad una de las sagas mas entretenidas y satisfactorias que he leído en el género.

Fue gracias a un thread de reddit que me puse a pensar en mis fobias. En realidad no creo tener ninguna (aunque una búsqueda en google images de la palabra «trypophobia» parece prometer algo). En el fondo, la verdad creo que la mayoría de las fobias son inventadas, ya sea de manera consciente o inconsciente, como excusas para algún otro trastorno en la mente. Incluso encuentro sospechoso cuando alguien dice que tiene exactamente la misma fobia que alguien famoso a quien admira. Quizá solo sea mi manía de buscar conexiones que tal vez no existan.

El caso es que ya me había puesto a pensar en situaciones o momentos que me han resultado incómodos por alguna razón y llegado a la conclusión de que muchos tienen algo en común: los espacios cerrados. La palabra que viene inmediatamente a la cabeza es «claustrofobia», pero no creo cumplir con la definición. Ciertamente esas escenas de la angosta cueva derrumbándose en «The Descent» me parecen de lo más horrible y angustiante que podría suceder (¿a alguien no?) pero  por ejemplo, los autos pequeños o elevadores no me despiertan ninguna reacción. Pero en cuanto tengo que pasar a pie bajo un puente o pensar en meterme en algún espacio subterráneo como una cisterna (alguna vez me mandaron a lavar una, cosa que rechazé terminantemente) o esa especie de trinchera que hay en algunos talleres para acceder a la parte de abajo de los autos, es algo que preferiría evitar.

Mi comportamiento en realidad no se ve afectado, pero por ejemplo cuando tenía que cruzar ese infame paso a desnivel en la alameda de SLP, comenzaba una sensación extraña. ¿Qué se siente entonces? Es difícil ponerlo en palabras. Es como una preocupación o una tensión repentina que no desaparece. ¿Preocupación por qué? ¿Miedo a qué? No lo sé con exactitud, no es algo racional. Es la sensación de que ese lugar, ese momento, está mal por alguna razón y lo más conveniente es alejarse. Quizá solo sea algún instinto vestigial que aún llevamos dentro y despierta con facilidad.

Me acuerdo de una ocasión en que estaba en unas grutas con mi familia (las grutas incluso me gustan, mientras sean amplis…) en el tour guiado y el guía nos señaló un pequeño túnel. Dijo que por ahí era el único acceso a una cámara espectacular de la gruta, que solamente había que arrastrarse unos treinta metros, y le preguntó al grupo si alguien quería entrar. Ya estaba yo buscando donde sentarme a esperar a los que decidieran meterse porque obviamente yo no lo iba a hacer, pero afortunadamente nadie quiso hacerlo. Y es que también hay algo con esos espacios reducidos en los que no se puede uno poner de pie que me hacen evitarlos, sobre todo si son oscuros, cosa que más o menos traté de plasmar en un viejo relato.

Tengo la suerte de que esta peculiaridad no interfiere con mi vida (más adelante les platicaré de un caso de aracnofobia que conocí en mi trabajo) y que la mayoría de las veces se pueden evitar estas condiciones sin mayor contratiempo. En el peor de los casos, se tolera esa sensación por lo que sea que tenga que durar y no pasa a mayores.

Pero de todas formas, para mí la entrada a mi infierno personal luce más o menos así:

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Avenida Universidad #1201

En la mañana no encontré uno de mis guantes para el frío. Normalmente no me gusta usar guantes, hacen que mis dedos se sientan torpes. Es difícil hacer cosas simples con ellos como escribir a mano, comer con cubiertos, teclearo o usar el teléfono. Mi oficina es fría, así que es un mal necesario. Hoy me la pasé con una mano fría y otra no.

Llego a casa y me reciben tres piezas de lo que sólo se me ocurre clasificar como correspondencia: un sobre de cuentas por pagar, publicidad personalizada de una de esas populares tiendas de oportunidad y un pequeño volante de un restaurante de comida japonesa que no conozco pero dice tener promociones. La culpa de que me guste la comida japonesa la tiene el desaparecido @iDarkHero y ya he conocido los principales establecimientos de la ciudad, aunque supongo que existe en algún rincón uno que no conozco donde sirvan arroz con ikura, platillo que no he probado aún. A veces me pregunto si para un japonés ver la comida «japonesa» que sirven en este país será equivalente a cuando nostros vemos un «taco» de Taco Bell. ¿Qué pensarán los italinos de la pizza americana?

No le doy mucha importancia, hasta que veo que en casa no hay mucho que comer. Empieza el fin de semana, ese fin de semana en que todas las series se tratan del día de acción de gracias y veo el especial de «Regular Show». Aún no es muy tarde así que decido salir a comer. Dar con la dirección no puede ser tan difícil y al menos será una distracción en esta noche en que estoy solo y sin mucho que hacer. El volante dice «Avenida Universidad #1201». Av. Universidad, como su nombre sugiere, pasa frente a la universidad de esta ciudad y del otro lado tiene colonias «bien», donde proliferan muchos negocios, además de que une varios puntos de la ciudad. No es nada raro que haya ahí un restaurante nuevo.

Aunque seguido circulo por la avenida, no tengo ni idea de los números de domicilio. Voy en un sentido esperando que sea el correcto para llegar a mi destino y me alegro un poco al ver que así es cuando en un edificio distingo un número cuatrocientos y luego un quinientos. La suerte de la casualidad. Pero descubro que es difícil distinguir la numeración en las fachadas de tanto edificio comercial. ¿Alguna vez hab visto el número ocupar posición prominente en un centro comercial? Paso frente a Soriana Universidad lo más lento que puedo pero procurando no alterar el tránsito de los autos que vienen atrás de mi. Estoy seguro que Torre Plaza con su arquitectura ochentera tiene grandes números dorados en alguna parte, pero tendría que buscarlos a pie y esa zona es de las más problemáticas que conozco para estacionarse. Sigo adelante y paso el edificio de ladrillo que tiene muchos locales abajo pero no se le ve el número. Paso una agencia de Suzuki que ni sabía que existía, y luego un grupo de locales muy angostos; la mitad están desocupados y la otra mitad parecen ser expendios de micheladas uno junto a otro.

Para entonces ya quedó atras la universidad pero no pierdo la esperanza porque no creo haber pasado setecientos números tan rápido. Llego a Superama sin encontrar el lugar, aquí ya no es zona de restaurantes. Lo único que hay son farmacias Similares, Guadalajara y del Ahorro. Aunque me acuerdo que hay un Subway más adelante y hace no mucho abrieron unos nuevos locales con una velaria. Pero resulta ser un bar, junto a otro bar más escondido en el fondo. Doy vuelta en «U» cuando distingo un número dos mil.

Regreso más o menos hasta donde vi el número quinientos, paso Torre Plaza otra vez. La agencia Suzuki. Decido detenerme pasando el grupo de negocios de micheladas porque el próximo retorno queda muy apartado y no vi más locales que parecieran servir sushi de ahí hasta Superama. Doy vuelta a la derecha en una calle con camellón que me recuerda las calles de las colonias Loma de algo en SLP. Tenía un compañero que vivía ahí y decía que salía a pie de su casa y se le hacía raro no ver a nadie en la callo, si acaso una que otra sirvienta. La noche es fría y se ven un par de edificios interesantes adelante. No tienen nada que ver con lo que estoy buscando pero siempre me ha gustado la arquiectura y camino media cuadra para echarles un vistazo. Pienso que tiene gracia, al salir de casa me lamentaba para mis adentros por no tener ningún plan para el fin de semana, nadie con quien verme, con quien platicar. Si viniera con alguien más o hubiera quedado en algún lugar, ya se estarían quejando por la demora y muy seguramente no me acompañarían a caminar por la calle en esta noche helada solo para ver construcciones raras.

Uno resulta ser edificio de departamentos con grandes ventanales, y de unos cuatro pisos. Tiene un letrero que anuncia disponibilidad y la preventa y «pre-renta». No están mal ubicados y tienen mucho espacio pero «pre-rentar» un departamento es un concepto de lo más extraño para mi. Lucen muy bonitos los departamentos, de todos modos, arquitectura moderna y funcional. El otro edificio que había llamado mi atención es una construcción de ladrillo de tres o cuatro pisos. No estoy seguro pero intenta imitar un estilo europeo antiguo, con ventanas con arcos en el último piso. En la planta baja hay una tienda que me imagino de manualidades o algo así porque dice «El desván de Annie» y en una ventana hay un letrero hecho a mano, muy decorado, que dice «Se solicitan clientes». Es tan cursi que me hace sonreír. Las ventanas están cerradas con cortina metálica, así que lo único que sé es que Annie tiene una letra bonita, muy de niña.

En ese rato no vi a nadie en la calle, incluso pude tomar una foto del letrero de la pre-renta para pasarle el número a un amigo que quiere saber cuanto cuesta un departamento por esta zona. Todo está desierto excepto por una pareja que se baja de un auto con una bolsa de minisuper con lo que parecen ser bebidas, y tocan en la puerta de un domicilio. Regreso a Avenida Universidad y retrocedo sobre mis pasos. No encuentro el número en los locales desocupados, tampoco en donde venden micheladas. Paso frente a un restaurante de mariscos cerrado que anuncia su nueva dirección. Llego a la agencia Suzuki y me fijo que un auto tiene el color amarillo marcatextos exacto de la Lamy Safari edición limitada 2013. Me llama la atención que la agencia esté cerrada tan temprano y que dejen todas las luces encendidas. Son luces HQI, de lo más poderoso. Realmente hay pocas otras opciones para iluminar un showroom automotriz pero el recibo de luz debe ser impresionante.

Aún no distingo números, me pregunto cómo le hace el cartero. Hay otro grupo de locales con fachadas de crista, creo una agencia de viajes y un distribuidor de fotocopiadoras. Estoy pensando en la correspondencia cuando veo un angosto edificio de oficinas… que tampoco tiene número. En otro horario me imagino que habría un vigilante o recepcionista al que pudiera preguntar pero está ahora todo oscuro y cerrado. La única otra persona que vi, aparte de los que estaban consumiendo micheladas, fue a un tipo que pasó caminando en sentido contrario junto a mi y se me quedó viendo. Se veía medio cholo. El edificio tiene un buzón de plástico transparente en el portal, se ve que hay varias cartas dentro. Se me ocurre la idea de tomar un sobre y ver la dirección, pero me imagino a un vigilante apareciendo de pronto y apuntándome con su spray lacrimógeno. Finalmente llego a un centro de copiado que dice el numero mil cien.

Regreso sobre mis pasos y vuelvo a pasar por los locales de micheladas. Veo en uno a un par de muchachas comiendo un platillo no identificado que parece empanizado ¿será ahí? La verdad ya me aburrí un poco y decido irme. Pero al pasar por los locales desocupados ahí lo veo: el número 1201. No lo había visto por la oscuridad. Me fijo y distingo que todo lo ancho de la manzana es una sola fachada, un solo edificio. Regreso a local donde vi a las muchachas y efectivamente ahí es el restaurante japonés más pequeño que conozco. Me pregunta el mesero si estoy esperando a alguien y le digo que no. Antes me daba pena ir a un restaurante yo solo pero ya estoy bastante acostumbrado. Me dan el menú y me avisan lo que está en promoción al 2×1. No se ve muy elegante y está sospechosamente barato, me pregunto si enfermaré pero para eso momento ya invertí mucho tiempo en dar con el lugar como para irme y me convence la madre de familia que parece que ya conoce el lugar, llega con tres niños y pide montones de comida para llevar. Al final la comida está más o menos, aunque me regalaron un par de pequeñas empanadas de queso que estaban muy sabrosas mientras esperaba que me sirvieran. Me quedé escuchando un podcast de temática bastante nerd mientras en una pantalla pasaban un partido de futbol.

Me quedo pensando qué lugar ocupará este pequeño restaurante en mi agenda de lugares así. Al principio de mi noche me desanimaba la idea de estar solo pero la verdad es que de haber estado acompañado hubiera sido muy distinto. Seguramente no habría dado una segunda vuelta para localizar la dirección exacta ni andado a pie viendo esos lugares raros. No me habría quedado a probar que tal estaba la comida. No lo sé, supongo que así es mi vida. Me quedé pensando en la sensación de caminar por esas calles frías y solitarias, con casas muy bonitas para habitar a cada lado pero nadie que parezca transitar por ahí. El edificio de departamentos disponibles, esperando a llenarse de vida. Me quedo pensando en el guante que me hizo falta todo el día y el que se quedó abandonado no sé donde. En este recorrido, esta pequeña e insignificante aventura, una de tantas, de la que nadie nunca sabrá nada.

Me quedo pensando en el lugar que anduve buscando, el número lo dice todo: Uno-dos.

Cero.

Uno.