El saco

Hoy quiero contarles una pequeña anécdota que viví de niño, es respecto al siempre extraño mundo de los adultos y a mi me parece muy chistosa En mi primer año de secundaria todavía me encontraba en una de esas escuelas tradicionales y elegantes. Los lunes había que llevar el «uniforme de gala» para los honores a la bandera. La parte que diferenciaba ese uniforme del de todos los días era un saco con el escudo de la escuela bordado en el pecho. Era la parte más cara y la que menos se usaba, así que mis padres no me la compraron.

Todo estuvo bien los primeros meses, no pasaba de la ocasional llamada de atención de uno que otro profesor. Después de todo no era yo el único que no llevaba el saco los lunes.

Entonces se pusieron mas delicados los directivos y empezaron a regresar a sus casas a todos los que no vestíamos de gala cada lunes. Así que mis papás me llevaban solo para que no me dejaran entrar. Naturalmente que a las pocas semanas dejaron  de molestarse en llevarme los lunes y empecé a disfrutar de fines de semana de tres días. Puede sonar divertido pero había que ponerse al corriente cada semana y hacer tareas atrasadas y todo eso le restaba diversión.

Eventualmente en una junta de padres de familia le preguntaron a mis papás por qué no asistía yo a clase los lunes, a lo que respondieron que yo no tenía el saco. Los profesores y directivos (ok, nunca he estado en una junta de padres de familia, me las imagino como un juicio oral) dijeron que no tenía por qué faltar, que solo con que hubieran hablado de eso me habrían dado permiso de pasar. Efectivamente, esto me libraba de tener que preocuparme del saco.

¿Y qué fue lo que pasó? Que mis padres inmediatamente me compraron el saco. Creo que ya era la mitad del año escolar y al año siguiente me cambiaron de escuela, volviéndolo poco más que un gasto inútil.

Adultos, yo no los entiendo.

Fue gracias a un thread de reddit que me puse a pensar en mis fobias. En realidad no creo tener ninguna (aunque una búsqueda en google images de la palabra «trypophobia» parece prometer algo). En el fondo, la verdad creo que la mayoría de las fobias son inventadas, ya sea de manera consciente o inconsciente, como excusas para algún otro trastorno en la mente. Incluso encuentro sospechoso cuando alguien dice que tiene exactamente la misma fobia que alguien famoso a quien admira. Quizá solo sea mi manía de buscar conexiones que tal vez no existan.

El caso es que ya me había puesto a pensar en situaciones o momentos que me han resultado incómodos por alguna razón y llegado a la conclusión de que muchos tienen algo en común: los espacios cerrados. La palabra que viene inmediatamente a la cabeza es «claustrofobia», pero no creo cumplir con la definición. Ciertamente esas escenas de la angosta cueva derrumbándose en «The Descent» me parecen de lo más horrible y angustiante que podría suceder (¿a alguien no?) pero  por ejemplo, los autos pequeños o elevadores no me despiertan ninguna reacción. Pero en cuanto tengo que pasar a pie bajo un puente o pensar en meterme en algún espacio subterráneo como una cisterna (alguna vez me mandaron a lavar una, cosa que rechazé terminantemente) o esa especie de trinchera que hay en algunos talleres para acceder a la parte de abajo de los autos, es algo que preferiría evitar.

Mi comportamiento en realidad no se ve afectado, pero por ejemplo cuando tenía que cruzar ese infame paso a desnivel en la alameda de SLP, comenzaba una sensación extraña. ¿Qué se siente entonces? Es difícil ponerlo en palabras. Es como una preocupación o una tensión repentina que no desaparece. ¿Preocupación por qué? ¿Miedo a qué? No lo sé con exactitud, no es algo racional. Es la sensación de que ese lugar, ese momento, está mal por alguna razón y lo más conveniente es alejarse. Quizá solo sea algún instinto vestigial que aún llevamos dentro y despierta con facilidad.

Me acuerdo de una ocasión en que estaba en unas grutas con mi familia (las grutas incluso me gustan, mientras sean amplis…) en el tour guiado y el guía nos señaló un pequeño túnel. Dijo que por ahí era el único acceso a una cámara espectacular de la gruta, que solamente había que arrastrarse unos treinta metros, y le preguntó al grupo si alguien quería entrar. Ya estaba yo buscando donde sentarme a esperar a los que decidieran meterse porque obviamente yo no lo iba a hacer, pero afortunadamente nadie quiso hacerlo. Y es que también hay algo con esos espacios reducidos en los que no se puede uno poner de pie que me hacen evitarlos, sobre todo si son oscuros, cosa que más o menos traté de plasmar en un viejo relato.

Tengo la suerte de que esta peculiaridad no interfiere con mi vida (más adelante les platicaré de un caso de aracnofobia que conocí en mi trabajo) y que la mayoría de las veces se pueden evitar estas condiciones sin mayor contratiempo. En el peor de los casos, se tolera esa sensación por lo que sea que tenga que durar y no pasa a mayores.

Pero de todas formas, para mí la entrada a mi infierno personal luce más o menos así:

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La extracción …

Esto se publicó originalmente en Fuimos Instantes.

La dentista del horror

La extracción de las muelas del jucio es, en mis círculos, un tema controversial. ¿Para qué destruir un miembro perfectamente sano del cuerpo? El argumento a favor suele ser que esa muela está entorpeciendo el desarrollo normal de los demás dientes. Solo que no es así: es la dentadura  y la estructura ósea completa la que tiene el problema, eliminar una muela es solamente la opción más sencilla.

Creo que las personas tenemos una relación extraña con los dientes, si el médico nos dijera «tenemos que eliminar ese dedo meñique porque está afectando a esa mano» seguramente saltaríamos de nuestro asiento y huiríamos para no volver jamás a ese consultorio. ¿Pero los dientes? Son más de treinta, uno no hace la gran diferencia.

En mi caso, desde temprana edad he tenido los niveles de calcio por las nubes, esto se remonta a unos estudios que me hicieron décadas atrás debido a una lesión que tuve. Me dijeron que seguramente tendría o ya tenía algún tipo de piedras. Hace un año una dentista, que tiene manos de angel, me tuvo que realizar mi primera extracción. No se trató de una muela del juicio, fue un primer molar con una historia tormentosa: hace 12 años me hicieron una endodoncia (proceso que no recomiendo bajo ninguna circunstancia) porque la pieza se había podrido por dentro debido a una serie de procedimientos mal hechos años atrás. Después de analizar radiografías y expediente médico, la dentista determinó que ella no podía realizar la extracción; había que recurrir al cirujano maxilofacial.

Verán, en el cuerpo toda unión entre dos huesos es una articulación, que consiste en un cartílago flexible. Si se ponen a morder cosas duras cuidadosamente notarán que los dientes no están «clavados en piedra», normalmente tienen un pequeño juego a manera de amortiguamiento, suben y bajan un poco gracias a los cartílagos que los fijan a la mandíbula y cráneo. En mi caso los ligamentos están tan calcificados que las raíces de los dientes están prácticamente adheridas a los huesos de la cabeza. Es decir, la extracción es un infierno. El siguiente nivel sería el de los dientes «fusionados» en que varias piezas dentales se unen en una sola.

Bueno, el caso es que esa dentista recurrió al cirujano maxilofacial, que usa un instrumento de tortura  (absténganse de seguir ese enlace si son cardiacos) que corta el hueso a base de golpes. En mi caso el cirujano, bajo fuertes dosis de anestesia, dividió la muela en cuatro y la extrajo en partes. La operación tomó más de tres horas y costó una pequeña fortuna pero a más de un año debo reconocer que ha funcionado perfectamente.

La dentista de ahora, a pesar de mis advertencias, decidió hacer el trabajo ella misma y yo, en un ataque de locura, acepté. Resulta que en el lado opuesto a mi primera extracción tenía una muela del jucio tardía que llevaba años causándome molestias, inflamaciones, sensibilidad, problemas con la encía, etc. No había vuelta de hoja, extraerla era la única opción. La dentista intentó con las pinzas, los forceps, una serie de herramientas cuyo nombre desconozco. Nuevamente pasaron más de tres horas y tuvo que cancelar un par de citas. La muela no salía. Finalmente decidió destrozarla poco a poco con la fresadora. El horror.

Ya con la bata manchada de mi sangre (vi algunas gotas que alcanzaron el techo) me dijo que un fragmento de raíz no iba a salir jamás. Llevo dos dias escupiendo sangre y arruinando las almohadas pues parece que sangro dormido. Con cierta experimentación he llegado a la dosis correcta de ketorolaco, paracetamol y nimesulida que me permite ignorar el dolor. Yo soy una persona a la que no le gusta tomar demasiados medicamentos, en especial si es para algo puramente paliativo como es reducir el dolor. Intentaba minimizar la inflamaciòn, porque me es físicamente imposible abrir la boca más de medio a tres cuartos de centímetro. Creo que la articulación de la quijada quedó demasiado afectada. Ya intenté haciendo palanca con una cuchara y no, no son los músculos lo que lo impide. Supongo que me encuentro en algún estado nebuloso de discapacidad.

Que no me digan en la esquina…

Era una tarde cualquiera cuando el carnicero de la colonia recibió una solicitud inusual: un grupo de muchachos en una vistosa troca le lleva un venado (ok, lo de la troca me lo estoy inventando pero no se me ocurre de que otra manera pudieron transportar un animal de ese tamaño) a su local y le preguntan si lo puede despellejar y desollar. Él no se lo piensa mucho, el negocio ha estado lento y hace tiempo que no aprovecha al cien ese cuchillo cuidadosamente afilado. Acepta inmediatamente y procede en el patio trasero de la carnicería.

Pero al punto de lo más interesante, no se hace esperar la llegada de los agentes de cual sea que sea el departamento de burócratas que se dedican a eso y entran proclamando que ahí se está cometiendo un crimen en contra de una de las especies protegidas por quién sabe quién. Se llevan preso al carnicero inmediatamente. El chavo bicicletero que hace las entregas a domicilio regresa de hacer un mandado en ese momento y alcanza a presenciar los gritos y sombrerazos. Corre, digo, pedalea a toda velocidad a avisar a la esposa del carnicero. La señora le dice que la lleve y ahí van los dos; ella en los «diablitos» de la bici y él pedaleando a todo lo que da, pensando que se trata de una situación de vida o muerte.

Multaron al pobre señor por quiénsabecuantosmilpesos, al bicicletero le subió la bilirruvina por el temor a quedarse sin trabajo, la señora tuvo un conato de infarto… Quién sabe dónde terminó el vendado (que en paz descanse… y que se desconoce de donde salió y qué fue de los chavos aquellos). Ahora el carnicero de la colonia se ha vuelto un hombre «tibio» y temeroso. No lo sé con seguridad, no me atrevo a verlo directamente, pero sospecho que le tiembla la mano al empuñar el grande cuchillo que durante tantos años blandió con plena seguridad. Pienso que todo esto no puede ser real pero, desgraciadamente, lo es.

La confusión

Deambulando entre los pasillos del blockbuster mientras hablábamos de películas, surge una diferencia de ¿opinión? respecto a la identidad de cierto actor en un filme no tan viejo.

– Era Pacino
– ¡Era Dustin Hoffman!

Y así, la cosa se convierte en una cuestión de honor, sumada a una apuesta. La visita a tan modesto local se convierte en la búsqueda frenética por el DVD de dicha cinta.

Era De Niro.